lunes, 16 de junio de 2014

Mi viejo, Clint Eastwood

Este texto lo empecé a escribir hace años, incluso antes de haber encontrado la foto que lo justificara. Fue el mediodía del Año Nuevo de 2012 cuando, lento y adormilado por la resaca de las fiestas, encendí la computadora y busqué textos de Osvaldo Soriano, el gordo, el escritor que por entonces concentraba todas mis horas de lectura. En la última edición del suplemento RADAR, de Página / 12, había un artículo inédito que escribió sobre su papá y la última fiesta que lo vio con vida.  Me emocionó hasta el llanto,  tibio y camuflado, como para que el resto de la familia no lo tildara a uno de sensible, de flojo.  Inmediatamente abrí un Word y escribí un título tentativo, “Viejo”. Desde aquella lectura, la idea de homenajear a papa germinó en mi cabeza y empezó a dar vueltas entre las neuronas, pero no la podía arrancar.  Estaba bloqueado. El archivo vacío durmió hasta hace instantes en el escritorio de la computadora,  entre fotos de Darth Vader, Gay Talese y una de Hugo Moyano con Luis Barrionuevo, mientras busco la excusa para convertirlo en un homenaje digno.  Y creo que encontré la correcta.
Papá se llama Pablo Ezequiel. Tiene el nombre de un pendejo, pero nació hace 61 años. Desde que salió del secundario trabajó como viajante de comercio; en un principio con Vicente, mi abuelo, y después solo de manera independiente. Cuando empezó viajaba en tren a varios rincones de la provincia de Buenos Aires, pero con algunos sueldos compró el primero de una veintena de autos que tendría a lo largo de su vida. Se casó a los 23 años con mamá, Nélida, con el sueño conjunto de formar una familia.  Tuvieron tres hijos varones, varias nueras, y una nieta que llegó hace poco. A pesar de los altos y bajos, están juntos hace 40 años.
Uno de los primeros recuerdos que guardo es de los tiempos de la primaria. Me despertaba a las siete, me llevaba a la cama matrimonial y, mientras yo hacía fiaca algunos minutos más, él ponía en la bandeja del equipo Alta fidelidad, aquel disco que Charly García y Mercedes Sosa editaron en conjunto en 1997. Por lo general solo llegábamos a escuchar Inconsciente colectivo, porque después teníamos que desayunar para que me llevara a la escuela. Otros días, los que estábamos aún más apurados, me levantaba de la cama, me acompañaba al baño y, del otro lado de la puerta, mientras yo erguía como podía el cuerpo dormido frente al inodoro, silbaba la Marcha Peronista para que pudiera mear rápido. Creativo, reemplazó el efecto canilla por una canción doctrinaria. Él dice que es generacional, su papá también lo había hecho, así como él también lo repitió después con sus hijos.
No obstante, así como también lo fue el papá de Soriano, es lo más cercano que pueda existir a un gorila en carne y hueso. Votó a Carlos Menem tres veces porque, según él, “nunca nos hizo faltar nada”. Su ideología dicta que todos los políticos son iguales,  y “después de tantos años de haberla vivido”, cree que en Argentina nunca va a cambiar nada. Cada vez que Cristina empieza una cadena nacional, apaga la televisión; forma parte del grupo que escucha a Marcelo Longobardi y a Jorge Lanata en Mitre y que le dice la yegua a la Presidenta.
Por otra parte, mi viejo también es de esa rara ávis de papás de otra época, que, sin tener un título universitario y con la vehemente convicción de odiar los libros, lo sabe todo. Muchas veces me dijo que es el Libro Gordo de Petete,  como cada vez que pasamos con su auto por la plaza Miserere y me recuerda que ahí está enterrado el único presidente argentino que no terminó en una Iglesia, Bernardino Rivadavia. Siempre le respondo con sorpresa, le pregunto si es real.  Y el viejo sonríe como siempre, satisfecho de haber enseñado algo a uno de sus hijos.
A diferencia de muchos otros, Pablo también es un papá raro porque dice te amo y te quiero mucho. Nunca escuché que a un amigo su progenitor le dijera cosas tiernas, le ofreciera la plata que quisiera para ir a bailar o le intentara regalar, con el mayor de los esfuerzos, un auto, por más viejo que sea. Al contrario, todos ellos putean por lo mismo: solo les prestaron el auto, a cuentagotas les daban plata y nunca preguntaron cómo les fue en la escuela. Sin embargo, el viejo no es grande por estas cuestiones, sino por haberme inculcado lo más importante, la libertad de hacer siempre lo que quisiera. Como cuando elegí el camino de convertirme en periodista. El viejo jamás objetó ni cuestionó la idea. Solo apoyó firme como una piedra. 
Desde hace un tiempo que esbozo una teoría, no por poco original menos cierta, y es que los hombres, al cruzar el umbral de los 18 años, tenemos la necesidad de descubrir, de explorar raíces y de encontrar la razón que nos convierte en el hombre que somos y vamos a ser.  Y una vez derribada la admiración por los hermanos, llega desmenuzar a papá, el maestro Yoda de casa. ¿Cómo era él cuando era como yo? ¿Estaba preocupado por el futuro, solo quería ganar plata o pretendía llegar a ser un médico reconocido, un publicista como los de Mad Men o tal vez un periodista como Soriano? ¿Antes de mamá, habrá cogido muchas mujeres? Cuestiones que por mucha confianza que uno tenga con él no va a descubrir nunca por completo.  Creo que en este preciso instante estoy en la transición entre haber derribado el mito de papá héroe, y empiezo a escribir el camino propio.  Se invierten los roles y el hijo empieza a cuidar del padre.

Pero volvamos a la razón madre para haber escrito todo esto. Esta foto la sacó mi mamá con su celular en una de las escapadas laborales que hacen por mes a Pinamar. Lo que más me gusta de ella es lo azaroso de la iluminación, que tiende a apagar los brazos y la chomba, para dejar descubierta su cara, repleta de arrugas de la edad, que -él dice- le salieron por reírse mucho durante toda su vida. Me recuerda a Clint Eastwood y esa imagen de macho duro que produjo a lo largo de seis décadas de westerns y películas de acción. Probablemente todo lo que expuse hasta aquí sea el lado noble, la visión inocente de un pibe enamorado de las aventuras de la infancia, de un Indiana Jones que supo moldear en su cabeza. Como tampoco voy a descubrir nunca si papá tuvo sueños de ser alguien distinto, prefiero mantener este recuerdo. No tengo dudas que si hoy fuera el último día que viese a mi viejo, quisiera recordarlo con esta imagen.

* Desarrollado especialmente para el taller de escritura creativa de Pablo Plotkin