domingo, 24 de agosto de 2014

Lo esencial es invisible a los ojos

(El siguiente extracto es el capítulo XXI de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. La enseñanza del zorro, tal vez sea una de las más preciosas y reconocidas de todo el libro)  

Fue entonces que apareció el zorro:
- Buen día - dijo el zorro.
- Buen día – respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta pero no vio a nadie.
- Estoy aquí – dijo la voz –, bajo el manzano...
- Quién eres ? – dijo el principito. – Eres muy bonito...
- Soy un zorro – dijo el zorro.
- Ven a jugar conmigo – le propuso el principito. – Estoy tan triste...
- No puedo jugar contigo – dijo el zorro. – No estoy domesticado.
- Ah! perdón – dijo el principito.
Pero, después de reflexionar, agregó:
- Qué significa "domesticar" ?
- No eres de aquí – dijo el zorro –, qué buscas ?
- Busco a los hombres – dijo el principito. – Qué significa "domesticar" ?
- Los hombres – dijo el zorro – tienen fusiles y cazan. Es bien molesto ! También crían gallinas. Es su único interés. Buscas gallinas ?
- No – dijo el principito. – Busco amigos. Qué significa "domesticar" ?
- Es algo demasiado olvidado – dijo el zorro. – Significa "crear lazos..."
- Crear lazos ?
- Claro – dijo el zorro. – Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo...
- Comienzo a entender - dijo el principito. – Hay una flor... creo que me ha domesticado...
- Es posible – dijo el zorro. – En la Tierra se ven todo tipo de cosas...
- Oh! no es en la Tierra – dijo el principito.
El zorro pareció muy intrigado:
- En otro planeta ?
- Sí.
- Hay cazadores en aquel planeta ?
- No.
- Eso es interesante ! Y gallinas ?
- No.
- Nada es perfecto – suspiró el zorro.
Pero el zorro volvió a su idea:
- Mi vida es monótona. Yo cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen, y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida resultará como iluminada. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los demás. Los otros pasos me hacen volver bajo tierra. Los tuyos me llamarán fuera de la madriguera, como una música. Y además, mira ! Ves, allá lejos, los campos de trigo ? Yo no como pan. El trigo para mí es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. Y eso es triste ! Pero tú tienes cabellos color de oro. Entonces será maravilloso cuando me hayas domesticado ! El trigo, que es dorado, me hará recordarte. Y me agradará el ruido del viento en el trigo...
El zorro se calló y miró largamente al principito:
- Por favor... domestícame ! – dijo.
- Me parece bien – respondió el principito -, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
- Sólo se conoce lo que uno domestica – dijo el zorro. – Los hombres ya no tienen más tiempo de conocer nada. Compran cosas ya hechas a los comerciantes. Pero como no existen comerciantes de amigos, los hombres no tienen más amigos. Si quieres un amigo, domestícame !
- Qué hay que hacer ? – dijo el principito.
- Hay que ser muy paciente – respondió el zorro. – Te sentarás al principio más bien lejos de mí, así, en la hierba. Yo te miraré de reojo y no dirás nada. El lenguaje es fuente de malentendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...
Al día siguiente el principito regresó.
- Hubiese sido mejor regresar a la misma hora – dijo el zorro. – Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, ya desde las tres comenzaré a estar feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. Al llegar las cuatro, me agitaré y me inquietaré; descubriré el precio de la felicidad ! Pero si vienes en cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Es bueno que haya ritos.
- Qué es un rito ? – dijo el principito.
- Es algo también demasiado olvidado – dijo el zorro. – Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas. Mis cazadores, por ejemplo, tienen un rito. El jueves bailan con las jóvenes del pueblo. Entonces el jueves es un día maravilloso ! Me voy a pasear hasta la viña. Si los cazadores bailaran en cualquier momento, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se aproximó la hora de la partida:
- Ah! - dijo el zorro... - Voy a llorar.
- Es tu culpa – dijo el principito -, yo no te deseaba ningún mal pero tú quisiste que te domesticara.
- Claro – dijo el zorro.
- Pero vas a llorar ! – dijo el principito.
- Claro – dijo el zorro.
- Entonces no ganas nada !
- Sí gano –dijo el zorro – a causa del color del trigo.
Luego agregó:
- Ve y visita nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Y cuando regreses a decirme adiós, te regalaré un secreto.
El principito fue a ver nuevamente a las rosas:
- Ustedes no son de ningún modo parecidas a mi rosa, ustedes no son nada aún – les dijo. – Nadie las ha domesticado y ustedes no han domesticado a nadie. Ustedes son como era mi zorro. No era más que un zorro parecido a cien mil otros. Pero me hice amigo de él, y ahora es único en el mundo.
Y las rosas estaban muy incómodas.
- Ustedes son bellas, pero están vacías – agregó. – No se puede morir por ustedes. Seguramente, cualquiera que pase creería que mi rosa se les parece. Pero ella sola es más importante que todas ustedes, puesto que es ella a quien he regado. Puesto que es ella a quien abrigué bajo el globo. Puesto que es ella a quien protegí con la pantalla. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres para las mariposas). Puesto que es ella a quien escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Puesto que es mi rosa.
Y volvió con el zorro:
- Adiós – dijo...
- Adiós – dijo el zorro. – Aquí está mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
- Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito a fin de recordarlo.
- Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante.
- Es el tiempo que he perdido en mi rosa... – dijo el principito a fin de recordarlo.
- Los hombres han olvidado esta verdad – dijo el zorro. – Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
- Soy responsable de mi rosa... - repitió el principito a fin de recordarlo.

miércoles, 20 de agosto de 2014

El diamante del millón

Es una familia de cinco personas. Todos los días a las 17.25 suben a la línea A en Primera Junta y se bajan en Plaza de Mayo, 25 minutos después, claro, siempre y cuando no haya demora alguna. La Mamá, sentada de un lado con sus tres hijos -un varón y dos nenas-, les pregunta cómo les fue en el día y les sonríe, dejando entrever una dentadura con pocos ejemplares. El Papá, con mirada seria y autoritaria, los observa con recelo desde los asientos que los enfrenta. El cuerpo no le cabe en una, sino en dos butacas.
La pareja vuelve de buscar a los chicos a la escuela y vaya a saber uno cuántos viajes más tienen hasta llegar a donde viven. Si es que tienen dónde. Pero no importa, ella igual disimula entre sonrisas el cansancio de haber estado afuera todo el día, mientras que él no puede poner otra cara que no sea la de un bulldog amargado. A los pies de los asientos tienen una valija de viaje maltrecha y una bolsa de Frávega llena de frazadas sucias que –aparentemente- tienen varios años encima. Mientras tanto, el hijo varón molesta a la hermana del medio y después la abraza. La Mamá se bufa de él y le cuenta al Padre que el nene pasa los días haciendo exactamente lo mismo. La nena menor –la de la sonrisa más pícara- demora cuatro estaciones en devorarse una factura con membrillo. Cuando la termina, pide permiso de una manera irresistible para agarrar el único vigilante que queda en una bolsa de almacén transparente. Sus dos hermanos la miran. A ella y al vigilante.A todo esto, el Papá todavía no dijo nada. Detiene la mirada en cada uno de ellos, de izquierda a derecha, pero no se inmuta. El varón saca de la campera algo dorado, con un brillo celeste y se lo muestra a su Mamá. Le dice que es un diamante, uno más, el tercero que encuentra esta semana. Ella lo mira, se muerde el labio y lo mira al Padre:
-Según vos, todos los días encontrás un diamante distinto. Qué suerte tenés –le responde Ella y se lo arroja a su esposo, en el asiento de enfrente.
 -¿No te das cuenta que es el cierre de una campera? –concluye el Papá, luego de desmenuzarlo quirúrgicamente por medio segundo, para devolvérselo a su hijo.
El chico lo caza en el aire, después lo guarda en un bolsillo y abre las manos: los desafía. 

-Bueno, ¿y si un día de estos encuentro un diamante de verdad? ¿Quiere decir que nos convertimos en millonarios, no?

lunes, 16 de junio de 2014

Mi viejo, Clint Eastwood

Este texto lo empecé a escribir hace años, incluso antes de haber encontrado la foto que lo justificara. Fue el mediodía del Año Nuevo de 2012 cuando, lento y adormilado por la resaca de las fiestas, encendí la computadora y busqué textos de Osvaldo Soriano, el gordo, el escritor que por entonces concentraba todas mis horas de lectura. En la última edición del suplemento RADAR, de Página / 12, había un artículo inédito que escribió sobre su papá y la última fiesta que lo vio con vida.  Me emocionó hasta el llanto,  tibio y camuflado, como para que el resto de la familia no lo tildara a uno de sensible, de flojo.  Inmediatamente abrí un Word y escribí un título tentativo, “Viejo”. Desde aquella lectura, la idea de homenajear a papa germinó en mi cabeza y empezó a dar vueltas entre las neuronas, pero no la podía arrancar.  Estaba bloqueado. El archivo vacío durmió hasta hace instantes en el escritorio de la computadora,  entre fotos de Darth Vader, Gay Talese y una de Hugo Moyano con Luis Barrionuevo, mientras busco la excusa para convertirlo en un homenaje digno.  Y creo que encontré la correcta.
Papá se llama Pablo Ezequiel. Tiene el nombre de un pendejo, pero nació hace 61 años. Desde que salió del secundario trabajó como viajante de comercio; en un principio con Vicente, mi abuelo, y después solo de manera independiente. Cuando empezó viajaba en tren a varios rincones de la provincia de Buenos Aires, pero con algunos sueldos compró el primero de una veintena de autos que tendría a lo largo de su vida. Se casó a los 23 años con mamá, Nélida, con el sueño conjunto de formar una familia.  Tuvieron tres hijos varones, varias nueras, y una nieta que llegó hace poco. A pesar de los altos y bajos, están juntos hace 40 años.
Uno de los primeros recuerdos que guardo es de los tiempos de la primaria. Me despertaba a las siete, me llevaba a la cama matrimonial y, mientras yo hacía fiaca algunos minutos más, él ponía en la bandeja del equipo Alta fidelidad, aquel disco que Charly García y Mercedes Sosa editaron en conjunto en 1997. Por lo general solo llegábamos a escuchar Inconsciente colectivo, porque después teníamos que desayunar para que me llevara a la escuela. Otros días, los que estábamos aún más apurados, me levantaba de la cama, me acompañaba al baño y, del otro lado de la puerta, mientras yo erguía como podía el cuerpo dormido frente al inodoro, silbaba la Marcha Peronista para que pudiera mear rápido. Creativo, reemplazó el efecto canilla por una canción doctrinaria. Él dice que es generacional, su papá también lo había hecho, así como él también lo repitió después con sus hijos.
No obstante, así como también lo fue el papá de Soriano, es lo más cercano que pueda existir a un gorila en carne y hueso. Votó a Carlos Menem tres veces porque, según él, “nunca nos hizo faltar nada”. Su ideología dicta que todos los políticos son iguales,  y “después de tantos años de haberla vivido”, cree que en Argentina nunca va a cambiar nada. Cada vez que Cristina empieza una cadena nacional, apaga la televisión; forma parte del grupo que escucha a Marcelo Longobardi y a Jorge Lanata en Mitre y que le dice la yegua a la Presidenta.
Por otra parte, mi viejo también es de esa rara ávis de papás de otra época, que, sin tener un título universitario y con la vehemente convicción de odiar los libros, lo sabe todo. Muchas veces me dijo que es el Libro Gordo de Petete,  como cada vez que pasamos con su auto por la plaza Miserere y me recuerda que ahí está enterrado el único presidente argentino que no terminó en una Iglesia, Bernardino Rivadavia. Siempre le respondo con sorpresa, le pregunto si es real.  Y el viejo sonríe como siempre, satisfecho de haber enseñado algo a uno de sus hijos.
A diferencia de muchos otros, Pablo también es un papá raro porque dice te amo y te quiero mucho. Nunca escuché que a un amigo su progenitor le dijera cosas tiernas, le ofreciera la plata que quisiera para ir a bailar o le intentara regalar, con el mayor de los esfuerzos, un auto, por más viejo que sea. Al contrario, todos ellos putean por lo mismo: solo les prestaron el auto, a cuentagotas les daban plata y nunca preguntaron cómo les fue en la escuela. Sin embargo, el viejo no es grande por estas cuestiones, sino por haberme inculcado lo más importante, la libertad de hacer siempre lo que quisiera. Como cuando elegí el camino de convertirme en periodista. El viejo jamás objetó ni cuestionó la idea. Solo apoyó firme como una piedra. 
Desde hace un tiempo que esbozo una teoría, no por poco original menos cierta, y es que los hombres, al cruzar el umbral de los 18 años, tenemos la necesidad de descubrir, de explorar raíces y de encontrar la razón que nos convierte en el hombre que somos y vamos a ser.  Y una vez derribada la admiración por los hermanos, llega desmenuzar a papá, el maestro Yoda de casa. ¿Cómo era él cuando era como yo? ¿Estaba preocupado por el futuro, solo quería ganar plata o pretendía llegar a ser un médico reconocido, un publicista como los de Mad Men o tal vez un periodista como Soriano? ¿Antes de mamá, habrá cogido muchas mujeres? Cuestiones que por mucha confianza que uno tenga con él no va a descubrir nunca por completo.  Creo que en este preciso instante estoy en la transición entre haber derribado el mito de papá héroe, y empiezo a escribir el camino propio.  Se invierten los roles y el hijo empieza a cuidar del padre.

Pero volvamos a la razón madre para haber escrito todo esto. Esta foto la sacó mi mamá con su celular en una de las escapadas laborales que hacen por mes a Pinamar. Lo que más me gusta de ella es lo azaroso de la iluminación, que tiende a apagar los brazos y la chomba, para dejar descubierta su cara, repleta de arrugas de la edad, que -él dice- le salieron por reírse mucho durante toda su vida. Me recuerda a Clint Eastwood y esa imagen de macho duro que produjo a lo largo de seis décadas de westerns y películas de acción. Probablemente todo lo que expuse hasta aquí sea el lado noble, la visión inocente de un pibe enamorado de las aventuras de la infancia, de un Indiana Jones que supo moldear en su cabeza. Como tampoco voy a descubrir nunca si papá tuvo sueños de ser alguien distinto, prefiero mantener este recuerdo. No tengo dudas que si hoy fuera el último día que viese a mi viejo, quisiera recordarlo con esta imagen.

* Desarrollado especialmente para el taller de escritura creativa de Pablo Plotkin