(El siguiente extracto es el capítulo XXI de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. La enseñanza del zorro, tal vez sea una de las más preciosas y reconocidas de todo el libro)
Fue entonces que apareció el zorro:
- Buen día - dijo el zorro.
- Buen día – respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta pero no vio a nadie.
- Estoy aquí – dijo la voz –, bajo el manzano...
- Quién eres ? – dijo el principito. – Eres muy bonito...
- Soy un zorro – dijo el zorro.
- Ven a jugar conmigo – le propuso el principito. – Estoy tan triste...
- No puedo jugar contigo – dijo el zorro. – No estoy domesticado.
- Ah! perdón – dijo el principito.
Pero, después de reflexionar, agregó:
- Qué significa "domesticar" ?
- No eres de aquí – dijo el zorro –, qué buscas ?
- Busco a los hombres – dijo el principito. – Qué significa "domesticar" ?
- Los hombres – dijo el zorro – tienen fusiles y cazan. Es bien molesto ! También crían gallinas. Es su único interés. Buscas gallinas ?
- No – dijo el principito. – Busco amigos. Qué significa "domesticar" ?
- Es algo demasiado olvidado – dijo el zorro. – Significa "crear lazos..."
- Crear lazos ?
- Claro – dijo el zorro. – Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo...
- Comienzo a entender - dijo el principito. – Hay una flor... creo que me ha domesticado...
- Es posible – dijo el zorro. – En la Tierra se ven todo tipo de cosas...
- Oh! no es en la Tierra – dijo el principito.
El zorro pareció muy intrigado:
- En otro planeta ?
- Sí.
- Hay cazadores en aquel planeta ?
- No.
- Eso es interesante ! Y gallinas ?
- No.
- Nada es perfecto – suspiró el zorro.
Pero el zorro volvió a su idea:
- Mi vida es monótona. Yo cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen, y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida resultará como iluminada. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los demás. Los otros pasos me hacen volver bajo tierra. Los tuyos me llamarán fuera de la madriguera, como una música. Y además, mira ! Ves, allá lejos, los campos de trigo ? Yo no como pan. El trigo para mí es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. Y eso es triste ! Pero tú tienes cabellos color de oro. Entonces será maravilloso cuando me hayas domesticado ! El trigo, que es dorado, me hará recordarte. Y me agradará el ruido del viento en el trigo...
El zorro se calló y miró largamente al principito:
- Por favor... domestícame ! – dijo.
- Me parece bien – respondió el principito -, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
- Sólo se conoce lo que uno domestica – dijo el zorro. – Los hombres ya no tienen más tiempo de conocer nada. Compran cosas ya hechas a los comerciantes. Pero como no existen comerciantes de amigos, los hombres no tienen más amigos. Si quieres un amigo, domestícame !
- Qué hay que hacer ? – dijo el principito.
- Hay que ser muy paciente – respondió el zorro. – Te sentarás al principio más bien lejos de mí, así, en la hierba. Yo te miraré de reojo y no dirás nada. El lenguaje es fuente de malentendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...
Al día siguiente el principito regresó.
- Hubiese sido mejor regresar a la misma hora – dijo el zorro. – Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, ya desde las tres comenzaré a estar feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. Al llegar las cuatro, me agitaré y me inquietaré; descubriré el precio de la felicidad ! Pero si vienes en cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Es bueno que haya ritos.
- Qué es un rito ? – dijo el principito.
- Es algo también demasiado olvidado – dijo el zorro. – Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas. Mis cazadores, por ejemplo, tienen un rito. El jueves bailan con las jóvenes del pueblo. Entonces el jueves es un día maravilloso ! Me voy a pasear hasta la viña. Si los cazadores bailaran en cualquier momento, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se aproximó la hora de la partida:
- Ah! - dijo el zorro... - Voy a llorar.
- Es tu culpa – dijo el principito -, yo no te deseaba ningún mal pero tú quisiste que te domesticara.
- Claro – dijo el zorro.
- Pero vas a llorar ! – dijo el principito.
- Claro – dijo el zorro.
- Entonces no ganas nada !
- Sí gano –dijo el zorro – a causa del color del trigo.
Luego agregó:
- Ve y visita nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Y cuando regreses a decirme adiós, te regalaré un secreto.
El principito fue a ver nuevamente a las rosas:
- Ustedes no son de ningún modo parecidas a mi rosa, ustedes no son nada aún – les dijo. – Nadie las ha domesticado y ustedes no han domesticado a nadie. Ustedes son como era mi zorro. No era más que un zorro parecido a cien mil otros. Pero me hice amigo de él, y ahora es único en el mundo.
Y las rosas estaban muy incómodas.
- Ustedes son bellas, pero están vacías – agregó. – No se puede morir por ustedes. Seguramente, cualquiera que pase creería que mi rosa se les parece. Pero ella sola es más importante que todas ustedes, puesto que es ella a quien he regado. Puesto que es ella a quien abrigué bajo el globo. Puesto que es ella a quien protegí con la pantalla. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres para las mariposas). Puesto que es ella a quien escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Puesto que es mi rosa.
Y volvió con el zorro:
- Adiós – dijo...
- Adiós – dijo el zorro. – Aquí está mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
- Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito a fin de recordarlo.
- Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante.
- Es el tiempo que he perdido en mi rosa... – dijo el principito a fin de recordarlo.
- Los hombres han olvidado esta verdad – dijo el zorro. – Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
- Soy responsable de mi rosa... - repitió el principito a fin de recordarlo.
Francisco Andrés Anselmi
Crónicas, historias y reseñas de mi vida periodística (Y otras cuantas cosas más).
domingo, 24 de agosto de 2014
miércoles, 20 de agosto de 2014
El diamante del millón
Es una familia de cinco personas. Todos los días a las 17.25 suben a la línea A en Primera Junta y se bajan en Plaza de Mayo, 25 minutos después, claro, siempre y cuando no haya demora alguna. La Mamá, sentada de un lado con sus tres hijos -un varón y dos nenas-, les pregunta cómo les fue en el día y les sonríe, dejando entrever una dentadura con pocos ejemplares. El Papá, con mirada seria y autoritaria, los observa con recelo desde los asientos que los enfrenta. El cuerpo no le cabe en una, sino en dos butacas.
La pareja vuelve de buscar a los chicos a la escuela y vaya a saber uno cuántos viajes más tienen hasta llegar a donde viven. Si es que tienen dónde. Pero no importa, ella igual disimula entre sonrisas el cansancio de haber estado afuera todo el día, mientras que él no puede poner otra cara que no sea la de un bulldog amargado. A los pies de los asientos tienen una valija de viaje maltrecha y una bolsa de Frávega llena de frazadas sucias que –aparentemente- tienen varios años encima. Mientras tanto, el hijo varón molesta a la hermana del medio y después la abraza. La Mamá se bufa de él y le cuenta al Padre que el nene pasa los días haciendo exactamente lo mismo. La nena menor –la de la sonrisa más pícara- demora cuatro estaciones en devorarse una factura con membrillo. Cuando la termina, pide permiso de una manera irresistible para agarrar el único vigilante que queda en una bolsa de almacén transparente. Sus dos hermanos la miran. A ella y al vigilante.A todo esto, el Papá todavía no dijo nada. Detiene la mirada en cada uno de ellos, de izquierda a derecha, pero no se inmuta. El varón saca de la campera algo dorado, con un brillo celeste y se lo muestra a su Mamá. Le dice que es un diamante, uno más, el tercero que encuentra esta semana. Ella lo mira, se muerde el labio y lo mira al Padre:
-Según vos, todos los días encontrás un diamante distinto. Qué suerte tenés –le responde Ella y se lo arroja a su esposo, en el asiento de enfrente.
-¿No te das cuenta que es el cierre de una campera? –concluye el Papá, luego de desmenuzarlo quirúrgicamente por medio segundo, para devolvérselo a su hijo.
El chico lo caza en el aire, después lo guarda en un bolsillo y abre las manos: los desafía.
-Bueno, ¿y si un día de estos encuentro un diamante de verdad? ¿Quiere decir que nos convertimos en millonarios, no?
La pareja vuelve de buscar a los chicos a la escuela y vaya a saber uno cuántos viajes más tienen hasta llegar a donde viven. Si es que tienen dónde. Pero no importa, ella igual disimula entre sonrisas el cansancio de haber estado afuera todo el día, mientras que él no puede poner otra cara que no sea la de un bulldog amargado. A los pies de los asientos tienen una valija de viaje maltrecha y una bolsa de Frávega llena de frazadas sucias que –aparentemente- tienen varios años encima. Mientras tanto, el hijo varón molesta a la hermana del medio y después la abraza. La Mamá se bufa de él y le cuenta al Padre que el nene pasa los días haciendo exactamente lo mismo. La nena menor –la de la sonrisa más pícara- demora cuatro estaciones en devorarse una factura con membrillo. Cuando la termina, pide permiso de una manera irresistible para agarrar el único vigilante que queda en una bolsa de almacén transparente. Sus dos hermanos la miran. A ella y al vigilante.A todo esto, el Papá todavía no dijo nada. Detiene la mirada en cada uno de ellos, de izquierda a derecha, pero no se inmuta. El varón saca de la campera algo dorado, con un brillo celeste y se lo muestra a su Mamá. Le dice que es un diamante, uno más, el tercero que encuentra esta semana. Ella lo mira, se muerde el labio y lo mira al Padre:
-Según vos, todos los días encontrás un diamante distinto. Qué suerte tenés –le responde Ella y se lo arroja a su esposo, en el asiento de enfrente.
-¿No te das cuenta que es el cierre de una campera? –concluye el Papá, luego de desmenuzarlo quirúrgicamente por medio segundo, para devolvérselo a su hijo.
El chico lo caza en el aire, después lo guarda en un bolsillo y abre las manos: los desafía.
-Bueno, ¿y si un día de estos encuentro un diamante de verdad? ¿Quiere decir que nos convertimos en millonarios, no?
lunes, 16 de junio de 2014
Mi viejo, Clint Eastwood
Este texto lo empecé a escribir hace años, incluso antes de
haber encontrado la foto que lo justificara. Fue el mediodía del Año Nuevo de 2012 cuando,
lento y adormilado por la resaca de las fiestas, encendí la computadora y
busqué textos de Osvaldo Soriano, el gordo, el escritor que por entonces
concentraba todas mis horas de lectura. En la última edición del suplemento
RADAR, de Página / 12, había un artículo inédito que escribió sobre su papá y la
última fiesta que lo vio con vida. Me
emocionó hasta el llanto, tibio y
camuflado, como para que el resto de la familia no lo tildara a uno de sensible,
de flojo. Inmediatamente abrí un Word y
escribí un título tentativo, “Viejo”. Desde aquella lectura, la idea de
homenajear a papa germinó en mi cabeza y empezó a dar vueltas entre las
neuronas, pero no la podía arrancar. Estaba
bloqueado. El archivo vacío durmió hasta hace instantes en el escritorio de la
computadora, entre fotos de Darth Vader,
Gay Talese y una de Hugo Moyano con Luis Barrionuevo, mientras busco la excusa
para convertirlo en un homenaje digno. Y
creo que encontré la correcta.
Papá se llama Pablo Ezequiel.
Tiene el nombre de un pendejo, pero nació hace 61 años. Desde que salió del
secundario trabajó como viajante de comercio; en un principio con Vicente, mi
abuelo, y después solo de manera independiente. Cuando empezó viajaba en tren a
varios rincones de la provincia de Buenos Aires, pero con algunos sueldos compró
el primero de una veintena de autos que tendría a lo largo de su vida. Se casó a los 23 años con mamá, Nélida,
con el sueño conjunto de formar una familia. Tuvieron tres hijos varones, varias nueras, y
una nieta que llegó hace poco. A pesar de los altos y bajos, están juntos hace
40 años.
Uno de los primeros recuerdos que
guardo es de los tiempos de la primaria. Me despertaba a las siete, me llevaba
a la cama matrimonial y, mientras yo hacía fiaca algunos minutos más, él ponía
en la bandeja del equipo Alta fidelidad, aquel disco que Charly García y
Mercedes Sosa editaron en conjunto en 1997. Por lo general solo llegábamos a
escuchar Inconsciente colectivo, porque después teníamos que desayunar para que
me llevara a la escuela. Otros días, los que estábamos aún más apurados, me
levantaba de la cama, me acompañaba al baño y, del otro lado de la puerta,
mientras yo erguía como podía el cuerpo dormido frente al inodoro, silbaba la Marcha
Peronista para que pudiera mear rápido. Creativo, reemplazó el efecto canilla
por una canción doctrinaria. Él dice que es generacional, su papá también lo
había hecho, así como él también lo repitió después con sus hijos.
No obstante, así como también lo
fue el papá de Soriano, es lo más cercano que pueda existir a un gorila en
carne y hueso. Votó a Carlos Menem tres veces porque, según él, “nunca nos hizo
faltar nada”. Su ideología dicta que todos los políticos son iguales, y “después de tantos años de haberla vivido”,
cree que en Argentina nunca va a cambiar nada. Cada vez que Cristina empieza
una cadena nacional, apaga la televisión; forma parte del grupo que escucha a
Marcelo Longobardi y a Jorge Lanata en Mitre y que le dice la yegua a la Presidenta.
Por otra parte, mi viejo también
es de esa rara ávis de papás de otra época, que, sin tener un título
universitario y con la vehemente convicción de odiar los libros, lo sabe todo.
Muchas veces me dijo que es el Libro Gordo de Petete, como cada vez que pasamos con su auto por la
plaza Miserere y me recuerda que ahí está enterrado el único presidente
argentino que no terminó en una Iglesia, Bernardino Rivadavia. Siempre le
respondo con sorpresa, le pregunto si es real.
Y el viejo sonríe como siempre, satisfecho de haber enseñado algo a uno
de sus hijos.
A diferencia de muchos otros, Pablo también es un papá
raro porque dice te amo y te quiero mucho. Nunca escuché que a un amigo su
progenitor le dijera cosas tiernas, le ofreciera la plata que quisiera para ir
a bailar o le intentara regalar, con el mayor de los esfuerzos, un auto, por
más viejo que sea. Al contrario, todos ellos putean por lo mismo: solo les
prestaron el auto, a cuentagotas les daban plata y nunca preguntaron cómo les
fue en la escuela. Sin embargo, el viejo no es grande por estas cuestiones,
sino por haberme inculcado lo más importante, la libertad de hacer siempre lo
que quisiera. Como cuando elegí el camino de convertirme en periodista. El
viejo jamás objetó ni cuestionó la idea. Solo apoyó firme como una piedra.
Desde hace un tiempo que esbozo
una teoría, no por poco original menos cierta, y es que los hombres, al cruzar
el umbral de los 18 años, tenemos la necesidad de descubrir, de explorar raíces
y de encontrar la razón que nos convierte en el hombre que somos y vamos a ser. Y una vez derribada la admiración por los
hermanos, llega desmenuzar a papá, el maestro Yoda de casa. ¿Cómo era él cuando
era como yo? ¿Estaba preocupado por el futuro, solo quería ganar plata o
pretendía llegar a ser un médico reconocido, un publicista como los de Mad Men
o tal vez un periodista como Soriano? ¿Antes de mamá, habrá cogido muchas
mujeres? Cuestiones que por mucha confianza que uno tenga con él no va a
descubrir nunca por completo. Creo que en
este preciso instante estoy en la transición entre haber derribado el mito de
papá héroe, y empiezo a escribir el camino propio. Se invierten los roles y el hijo empieza a
cuidar del padre.
Pero volvamos a la razón madre
para haber escrito todo esto. Esta foto la sacó mi mamá con su celular en una
de las escapadas laborales que hacen por mes a Pinamar. Lo que más me gusta de
ella es lo azaroso de la iluminación, que tiende a apagar los brazos y la
chomba, para dejar descubierta su cara, repleta de arrugas de la edad, que -él dice- le salieron por reírse mucho
durante toda su vida. Me recuerda a Clint Eastwood y esa imagen de macho duro
que produjo a lo largo de seis décadas de westerns
y películas de acción. Probablemente todo lo que expuse hasta aquí sea el lado
noble, la visión inocente de un pibe enamorado de las aventuras de la infancia,
de un Indiana Jones que supo moldear en su cabeza. Como tampoco voy a descubrir
nunca si papá tuvo sueños de ser alguien distinto, prefiero mantener este
recuerdo. No tengo dudas que si hoy fuera el último día que viese a mi viejo,
quisiera recordarlo con esta imagen.
* Desarrollado especialmente para el taller de escritura creativa de Pablo Plotkin.
* Desarrollado especialmente para el taller de escritura creativa de Pablo Plotkin.
sábado, 14 de diciembre de 2013
Stevie Wonder: de hombre negro a maravilla mundial
En el escenario de Vélez hay un hombre negro sentado sobre una baqueta que toca el piano como pocos lo han hecho en 40 años. Está en el medio, en el mismo estadio donde, en abril pasado, el boxeador Sergio ‘Maravilla’ Martínez retuvo por puntaje técnico el título de campeón mundial frente al inglés Martin Murray. Pero el hombre negro no: acierta cada acorde, cada canción, como si fueran puños en la mandíbula de los, al menos –y contados a dedo- 30 mil espectadores que ovacionan cada uno de sus movimientos. En la jerga dirían que ganó por knock out, y sería por unanimidad, no habría tarjetas que contradijeran veredicto alguno.
Durante dos horas y media, este hombre negro homenajea al fallecido Nelson Mandela, le canta a Bob Marley (¡Master Blaster y Waiting in vain!) y se despoja con, al menos, diez clásicos de los últimos 40 años: Higher Ground, Sir Duke o Isn’t she lovely. Y el público aplaude, pero él no los ve, debido a una ceguera que lo tiene a oscuras desde que nació, hace 64 años. El hombre negro, ya con varios kilos de más, está pelado y lleva puesta una túnica XL de color verde con círculos naranjas, más parecido a Homero Simpson en aquel capítulo que decide trabajar desde su casa o a una líder de coro góspel de cualquier iglesia evangélica en los Estados Unidos; esas mujeres gordas que parecieran tener pulmones sin fondo, siempre dispuestas a lanzar sus agudos en el momento y lugar que sea.
El hombre negro demuestra en todo momento que es gentil, pero tampoco ningún santurrón. Cuenta chistes que rozan con lo atrevido (“¡Oh, qué buena es la manera de hacer bebés!”), y sale bien parado. Todo gracias a su sonrisa blanca, la misma que usa cuando termina una canción y escucha el coreo del público (“¡Olé, olé, olé, Stevie, Stevie!”), mientras hace su clásico movimiento de cuello, que lo encuentra más parecido a un delfín de Mundo Marino que a uno de los compositores más grandes de las últimas cuatro décadas.
Hacia el final de su repertorio, el hombre negro saca, como los magos, un conejo de la galera. O un truco infalible, de esos que no fallan, el relato efectivo que usa el tío divertido en las fiestas de fin de año. Suena ‘Superstition’ y el público delira. Bailan, cantan, pierden el miedo al ridículo mientras corean el sonido de los caños (Pi piri, para ra rá r ara rá, r ira rá).
Y el hombre negro, Stevie Wonder, está ahí para disfrutarlo, unos metros más arriba, desde el centro del escenario. Nunca renegó ni fue vengativo acerca de sus discapacidades: esquivó uno a uno los distintos pozos que se le cruzaron en el camino y salió hacia adelante. Mientras tanto, entre tanta adrenalina, Wonder sonríe y piensa cómo sorteará el próximo obstáculo.
Fotos: Tadeo Jones (Rolling Stone Argentina)
Durante dos horas y media, este hombre negro homenajea al fallecido Nelson Mandela, le canta a Bob Marley (¡Master Blaster y Waiting in vain!) y se despoja con, al menos, diez clásicos de los últimos 40 años: Higher Ground, Sir Duke o Isn’t she lovely. Y el público aplaude, pero él no los ve, debido a una ceguera que lo tiene a oscuras desde que nació, hace 64 años. El hombre negro, ya con varios kilos de más, está pelado y lleva puesta una túnica XL de color verde con círculos naranjas, más parecido a Homero Simpson en aquel capítulo que decide trabajar desde su casa o a una líder de coro góspel de cualquier iglesia evangélica en los Estados Unidos; esas mujeres gordas que parecieran tener pulmones sin fondo, siempre dispuestas a lanzar sus agudos en el momento y lugar que sea.
El hombre negro demuestra en todo momento que es gentil, pero tampoco ningún santurrón. Cuenta chistes que rozan con lo atrevido (“¡Oh, qué buena es la manera de hacer bebés!”), y sale bien parado. Todo gracias a su sonrisa blanca, la misma que usa cuando termina una canción y escucha el coreo del público (“¡Olé, olé, olé, Stevie, Stevie!”), mientras hace su clásico movimiento de cuello, que lo encuentra más parecido a un delfín de Mundo Marino que a uno de los compositores más grandes de las últimas cuatro décadas.
Hacia el final de su repertorio, el hombre negro saca, como los magos, un conejo de la galera. O un truco infalible, de esos que no fallan, el relato efectivo que usa el tío divertido en las fiestas de fin de año. Suena ‘Superstition’ y el público delira. Bailan, cantan, pierden el miedo al ridículo mientras corean el sonido de los caños (Pi piri, para ra rá r ara rá, r ira rá).
Y el hombre negro, Stevie Wonder, está ahí para disfrutarlo, unos metros más arriba, desde el centro del escenario. Nunca renegó ni fue vengativo acerca de sus discapacidades: esquivó uno a uno los distintos pozos que se le cruzaron en el camino y salió hacia adelante. Mientras tanto, entre tanta adrenalina, Wonder sonríe y piensa cómo sorteará el próximo obstáculo.
Fotos: Tadeo Jones (Rolling Stone Argentina)
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Creo en usted, J.J Abrams
J.J Abrams, tengo fé en usted. Pero como le digo esto, también debo admitir que, en un principio, los nombres Disney y Star Wars en una misma oración me aterrorizaban. Me hacía temblar de miedo que la empresa creadora del ratoncito Mickey Mouse y el Pato Donald tuviera en sus manos el desenlace de, por seguro, una de las mejores trilogías que haya tenido el cine de ciencia ficción. Pero claro, este miedo, esa sensación de que me estaban arrebatando uno de los mejores recuerdos de mi infancia, fue hasta conocí quién era usted, señor Abrams.
Por empezar, hizo Lost. Al menos diez amigos de han hablado de las bondades con las que contaba esta serie, que era una de las mejores de la historia, que nunca iba a ver un guión parecido. No obstante, nunca la sintonicé y tampoco me interesó consumir una serie de siete temporadas de la cual sólo sabía que su final no estaba a la altura de los 4872 minutos que lo antecedían. ¿Entonces? ¿Qué más hizo este muchacho con cara de nerd, narigón y tirado siempre a hacerse el canchero cuando en realidad no lo es, para ganarse el corazón de los cinéfilos a nivel mundial?
Lo entendí todo cuando vi Super 8. Tiene los condimentos para hacer un buen entretenimiento: un grupo de amigos que juegan a ser grandes (Hola, teléfono para Steven Spielberg, productor ejecutivo de la cinta), extraterrestres que buscan algo en la tierra y una historia que destila emoción en cada fotograma. La influencia del productor es notable, a tal punto que la película retrotrae al espectador treinta años atrás, al cine de los ochenta, década que el creador de ET conquistó por unanimidad al corazón del estadounidense promedio.
Y claro, lo terminé de confirmar cuando pude disfrutar del reboot que hizo de la saga Star Trek. Ambas partes son maravillosas, por los mismos condimentos que Super 8: emoción, alienígenas y toda una técnica a entera disposición de la historia, y no al revés. Abrams, usted abusa de los efectos y de cuanto plano megalómano pueda, pero está perdonado: lo hace siempre de manera inteligente y en función de algo por contar.
Por estas cosas que mencioné anteriormente, usted, J.J, tiene depositado en su cuenta un cheque en blanco a nombre mío que probablemente le importe nada. Pero le cuento que con él va un pedazo de mi infancia. Hay un gordo introvertido dentro mío cuya vida depende sólo y únicamente de usted. También le voy a decir que me olvidé del señor George Lucas, quien, dicho sea de paso, algunos meses atrás aprovechó la jubilación para casarse con una afroamericana más joven que él. Por esto, y otras cosas irracionales como la creencia en Dios, creo en usted, señor J.J Abrams.
Por empezar, hizo Lost. Al menos diez amigos de han hablado de las bondades con las que contaba esta serie, que era una de las mejores de la historia, que nunca iba a ver un guión parecido. No obstante, nunca la sintonicé y tampoco me interesó consumir una serie de siete temporadas de la cual sólo sabía que su final no estaba a la altura de los 4872 minutos que lo antecedían. ¿Entonces? ¿Qué más hizo este muchacho con cara de nerd, narigón y tirado siempre a hacerse el canchero cuando en realidad no lo es, para ganarse el corazón de los cinéfilos a nivel mundial?
Lo entendí todo cuando vi Super 8. Tiene los condimentos para hacer un buen entretenimiento: un grupo de amigos que juegan a ser grandes (Hola, teléfono para Steven Spielberg, productor ejecutivo de la cinta), extraterrestres que buscan algo en la tierra y una historia que destila emoción en cada fotograma. La influencia del productor es notable, a tal punto que la película retrotrae al espectador treinta años atrás, al cine de los ochenta, década que el creador de ET conquistó por unanimidad al corazón del estadounidense promedio.
Y claro, lo terminé de confirmar cuando pude disfrutar del reboot que hizo de la saga Star Trek. Ambas partes son maravillosas, por los mismos condimentos que Super 8: emoción, alienígenas y toda una técnica a entera disposición de la historia, y no al revés. Abrams, usted abusa de los efectos y de cuanto plano megalómano pueda, pero está perdonado: lo hace siempre de manera inteligente y en función de algo por contar.
Por estas cosas que mencioné anteriormente, usted, J.J, tiene depositado en su cuenta un cheque en blanco a nombre mío que probablemente le importe nada. Pero le cuento que con él va un pedazo de mi infancia. Hay un gordo introvertido dentro mío cuya vida depende sólo y únicamente de usted. También le voy a decir que me olvidé del señor George Lucas, quien, dicho sea de paso, algunos meses atrás aprovechó la jubilación para casarse con una afroamericana más joven que él. Por esto, y otras cosas irracionales como la creencia en Dios, creo en usted, señor J.J Abrams.
domingo, 28 de julio de 2013
Superman Troglio: Sobrio a las piñas
Hace dos años que el ex baterista de Sumo está exiliado del rock. Cansado de las presiones de la noche, dejó un disco inédito con su última banda y huyó a las sierras cordobesas para combatir las mil voces que tenía adentro. Cuenta los entretelones del show en River sin Luca Prodan, en 2007, y coquetea con un nuevo regreso, a 26 años de la muerte de su líder.
Por Francisco Andrés Anselmi
Austero,
tímido y de hablar entrecortado, Alberto “Superman” Troglio abre, con la
tranquilidad de un pueblerino, la tranquera del terreno donde vive. Hace dos
años dejó la vida de ciudad y empezó a construir la casa, aún sin terminar, en
la que convive con sus padres en Casa Grande, Córdoba. Lo único que distingue a su
hogar de los demás es el cartel de madera (“En tiempo y forma”) sobre el dintel
de la puerta que da a una calle de tierra.
—Disculpame
que estoy sucio, pero estoy terminando una parrilla que le prometí a mi vieja
hace tiempo —dice Troglio, mientras acaricia a sus dos perros que trajo desde Buenos
Aires.
Lleva
puesto un pulóver gris, pantalón de jean y unas zapatillas deportivas ideales
para salir a correr.
A los 55
años, el ex baterista de Sumo dice estar exiliado del rock, tras su último
proyecto Nerone.
—Aprendí a
batallar con los tres o cuatro Troglio que llevaba adentro.
***
Superman
Troglio dedicó los últimos 41 años de su vida a tocar rock and roll. Debutó en
un estudio de grabación con DIVIDIDOS POR LA FELICIDAD, el primer disco de
Sumo, y siguió con LLEGANDO LOS MONOS, de 1986, y AFTER CHABON, de 1987. Cuando
el grupo se separó, después de la muerte de Luca Prodan en diciembre de 1987, integró
la primera formación de Divididos. Hasta que la dupla Mollo-Arnedo optó
finalmente por Gustavo Collado, ex baterista de La Sobrecarga; un músico que,
casualmente, portaba un estilo bastante parecido. A finales de 1989, Alberto se
sentó en la batería de Las Pelotas y tocó las canciones de CORDEROS EN LA
NOCHE, lanzado en 1991. Pero en la banda de Sokol y Daffunchio tampoco duró
demasiado.
—Yo estaba
casado y buscaba algo más formal. Un proyecto a futuro. Pero era complicado
llevarlo a Sokol —dice Troglio—. Aunque
después con el tiempo me arrepentí.
En 1993,
fundó el grupo de reggae y ska Club Gong, con el que lanzó, dos años después,
un disco homónimo. En esos años, también giró con Los Auténticos Decadentes por
toda Latinoamérica, en el marco de la gira presentación de FIESTA MONSTRUO. de
ahí en adelante, salvo por esporádicas colaboraciones con amigos, se dedicó a dar
clases de batería. El nuevo siglo lo encontró como fundador de Buda y Nerone,
las últimas dos bandas en las que tocó antes de mudarse a Córdoba.
***
Casa Grande
es una localidad de menos de mil habitantes, a 75 kilómetros de Córdoba Capital.
Es distinguida por sus paisajes serranos y la asidua cantidad de turistas que
llegan durante la temporada de verano. Entre las atracciones turísticas más
influyentes se destacan el zoológico Tatú Carreta y la Cascada de los Tres
Saltos. Pero “Superman” no está acá para ver cómo se aglomeran las personas.
A finales
de 2010, la familia Troglio vendió la casa que tenían en Buenos Aires para
impulsar el proyecto del hijo menor.
—Quería
venir solo, pero como a mis viejos siempre les gustó Córdoba, los traje para que
pasaran sus últimos años acá.
Cuando
llegó a Córdoba, la idea de Troglio era hacer una casa de madera, como una
cabaña. Pero los costos empezaron a ahogarlo. Entonces eligió el concreto y
terminó construyendo el frente y los interiores con bloques de cemento que él
mismo colocó.
El hogar es
modesto pero acogedor. Afuera, en la entrada, tiene un porché chico –como los que se ven en muchas películas
estadounidenses- con una mesa y dos sillas plásticas blancas con el logo de una
marca de cerveza.
—Este lugar es Ideal para sentarse a tomar
algunas frescas durante las noches de
verano —dice el ex baterista de Sumo.
Adentro,
parece la vivienda de un jubilado. El comedor, que comparte espacio con la
cocina, no tiene demasiada luz y hay una radio que sintoniza AM provincial
durante la mayor parte del día. Lo más tecnológico es un televisor LCD de 32
pulgadas, ubicado en una mesa baja, en el que Troglio dice que sólo mira
algunos documentales del canal Encuentro. De las novedades del espectáculo se
entera por su padre, Ángel, que mira los programas de chimentos. También hay estantes,
libreros, alacenas, mesas. Todos los
muebles son de madera. Los adornos que resaltan en la cocina son
varios platos de cerámica que están colgados en la pared. Cuando tenía 14 años,
Superman trabajó con distintos alfareros y aprendió el arte de moldear objetos
de barro o arcilla.
—Cuando
termine la casa me voy a poner las pilas para armar mi propio taller de
alfarería ahí atrás —dice mientras ceba un mate amargo y señala la parte de
atrás del terreno.
A unos
metros, apoyada en la mesada de mármol, la mamá, Lidia Esther García, escucha atenta
la conversación.
—Sobrio a
las piñas es una buena frase para definir mi situación —dice Troglio.
***
Superman
Troglio duerme en una habitación ubicada en el fondo de su casa. Un dormitorio
con un placard gigante, una cama de una plaza y un equipo de música de los
noventa, que duerme sobre un estante flotante. Ahí reposan también libros de
trenes, historia y algunas novelas. Apoyada contra una pared, hay otra cama sin
colchón que Troglio tiene preparada para cuando viene de visita su novia
Marianela, profesora de piano, veintidós años menor, desde Capilla del Monte.
Troglio no
tiene computadora, por eso su cuenta de mail la maneja un amigo.
—Si fuera
por mí, chequearía los mails cada año y medio.
Lo que sí revisa
seguido es su Facebook —“Alberto Troglio”—. Y aunque no le gusta responder los
mensajes que le envían, los fans de Sumo lo agregan como “amigo” para
escribirle cosas en su muro.
La batería,
el instrumento con el que se consagró tocando en Sumo (alguna vez el cantante Luca
Prodan dijo que Troglio era el mejor baterista de reggae del mundo), no tiene
lugar en su hogar. Está guardada en la casa del Gaita, un vecino con el que,
junto a un guitarrista, hacen música experimental.
—No tenemos
cantante y no nos importa: hacemos música para divertirnos.
Troglio es
aficionado a los trenes. Hace pocos meses compró seis números atrasados de la
revista especializada Todo Trenes. Detrás
de la casa tiene una zorra sobre una mini vía de Cauville, un tipo de vagón que
los mineros usaban a principios del siglo XIX para transportar materiales y
minerales, y que a Troglio le encanta exhibir.
Para hablar
con los amigos que están lejos, tiene un teléfono celular a tarjeta. Sus
conocidos dicen que lo cambia seguido, y no por modelos más nuevos, si no
porque los pierde o los rompe. En los últimos tiempos, la llegada constante de
nuevos vecinos a la Villa Panamericana, el barrio donde vive, lo tiene inquieto
y a mal traer.
—Si fuera
por mí y tuviera guita, me iría a vivir al medio de la montaña.
***
Cuando
tenía doce años, el pequeño Alberto Troglio codiciaba la batería de su hermano mayor,
Néstor. Y por la tarde esperaba a que a su hermano se vaya al colegio para entrar de manera furtiva a la
habitación y tocar toda la tarde. En aquel tiempo, admiraba la rudeza con la
que tocaban Javier Martínez y Black
Amaya, en los parches de La Pesada del
Rock and Roll. Pero cuando dejaba las altas pulsaciones a un lado, el menor
de los Troglio intentaba imitar a Gene Krupa, su ídolo de la infancia, un
baterista estadounidense de jazz que poco tiene que ver con su formación. El
apodo de “Superman” se lo ganó cuando era más pequeño y jugaba con dos amigos a
los superhéroes por las calles de San Andrés, provincia de Buenos Aires.
***
La noche,
uno de los aliados inevitables del rock, lo terminó de aislar de la música. Con
Nerone, su último proyecto antes de exiliarse en Córdoba, Troglio dice que se
cansó de remar sin tener un resultado.
—Un
proyecto serio toma cinco años para salir a flote. Y yo no estaba dispuesto a
hacer ese esfuerzo. El agotamiento de tocar todos los fines de semana a esta
edad se nota. No es lo mismo cuando no tenés plata y vos mismo tenés que armar
y desarmar tu instrumento a las cinco de la mañana.
Con Nerone,
Troglio grabó un disco aún inédito. Para poder hacerlo le pidió prestado el
estudio a Los Auténticos Decadentes. La mezcla se hizo en Panda y la
masterización estuvo a cargo del reconocido ingeniero de sonido Mario Breuer.
—Los
últimos cartuchos los había gastado en Buda.
Buda fue un
power trío que tuvo su pico de popularidad en 2004 cuando editaron su disco
debut —y despedida— titulado PORNO. En aquel tiempo, el grupo llegó a convocar a
quinientas personas en Cemento. Pero después de la tragedia del boliche de
Cromagnon, la situación se complicó. Al verse imposibilitados a conseguir
espacios para tocar en Capital Federal, el grupo empezó a viajar a lo largo y
ancho del país. Y el desgaste los terminó por separar a finales de 2006.
—¿Por qué te fuiste de la ciudad?
—Fue algo
global. No sólo el agotamiento. Necesitaba escaparme de un montón de cosas, de
mucha gente horrible que no está bien. No es que eran malos, pero estaban en la
misma que estábamos todos. Y así pasan los años, y uno nunca va a salir de eso.
Igual, lo que tiró más fue que siempre me gustó Córdoba, como si en otra vida
hubiera nacido acá. Recuerdo una visita en especial que fue clave. Estábamos
con un amigo en el medio de la montaña, y él con su Google Maps chequeaba para
ver donde estaban los ríos. Y en un momento le clavé la mirada a las piedras y
a los helechos, y parecía como si habláramos de verdad. Les dije: “Ya voy a
venir, ya voy a venir”. Estar acá, y eso que dos años no es tanto, te lleva a ver
las cosas con más distancia y prudencia. La última vez que fui a Buenos Aires
me bajé en la 9 de julio, miré el Obelisco y a las dos horas me quería volver.
***
—Llegaron
en la peor semana. En esta época de febrero siempre hace mucho frío —dice el
padre, Ángel Troglio, un hombre de unos ochenta años, mientras camina por el
living de la casa.
Lidia, su
mujer, aprovecha cada instante en que Alberto va al baño para deshacerse en
elogios con su hijo.
—Así como
lo ven, él es muy habilidoso. Ádemás de la construcción, se encargó de las
conexiones eléctricas y de conectar los caños de agua. No sé qué haríamos sin
él.
***
La imagen
más fuerte que tiene Troglio del regreso de Sumo, en 2007, es la de ver a un
grupo de adolescentes que lloraban abrazados entre el público. Veinte años
después de la muerte de Luca Prodan.
En la
primera fecha del Quilmes Rock de ese año, Las Pelotas y Divididos cerraron la noche
ante 55 mil personas. Para cuando le tocó finalizar el set a la banda de
Ricardo Mollo, el bajista Diego Arnedo amagó con el riff de Nextweek. “¿Puede ser una vez más?”,
reclamó el guitarrista, y después agregó: “Trajimos a un baterista escocés para
que nos dé una mano”. Los seis
integrantes de Sumo, junto a Alejandro Sokol - estuvo tras los parches en la formación que grabó CORPIÑOS EN LA
MADRUGADA- en la voz, hicieron tres clásicos: “Crua Chan”, “Divididos por
la felicidad” y ´”Debedé”.
—¿Por qué aceptaron volver?
—Germán
(Daffunchio), (Roberto) Pettinato y yo siempre fuimos la viuda de Sumo; nunca tuvimos problema de volver a
juntarnos. Pero el tema eran Ricardo y Diego. Arnedo había dicho que él no
estaba de acuerdo, pero que no iba a ser un palo en la rueda en caso de que los
demás quieran. Me acuerdo que esa vez me enojé con él y le dije: “Vos no sos un
palo en la rueda, sos un durmiente de ferrocarril”. A la larga, accedimos todos
y subimos. Fue increíble. Ese reencuentro estuvo buenísimo para que los pibes
que no pudieron ver a la banda pudieran apreciar la potencia que teníamos.
Después de eso, hubo una propuesta concreta para hacer tres o cuatro River, pero
también daban vueltas ciertos empresarios que no nos gustaban nada. Entonces
Mollo dijo: “El día que lo hagamos va a ser por decisión nuestra. No porque (Roberto)
Costa —dueño de la productora y el sello discográfico Pop Art—, o (Daniel) Grinbank
—ex dueño de la FM Rock and Pop y ex manager de Sumo— decidan”. Igualmente, no
sé qué tan nuestra es la elección si los que deciden son Diego o Ricardo. No
tienen razón, ni están equivocados. Que Luca no esté más es una cagada, porque
no se puede cambiar y sería todo distinto. Pero podríamos hacernos un homenaje
a nosotros mismos. No podemos evitar ser Sumos.
—Mollo dijo en varias oportunidades que Sumo
fue como una gran escuela de maestros. Sin embargo, a vos nunca se te notó tan
entusiasmado.
—Es
que a él le quedó como una cuestión de abandono por parte de Luca. Yo al tano
lo veía como a un hermano mayor; es más, nunca tuve historia con el tema del
alcohol. Como que lo entendí y también maduré lo que iba a pasar. No me hice
mayor problema. Claro, tuve el duelo de perder un compañero de batalla. Encima,
en la última época, empezamos a ganar guita. Era todo muy confuso. Pero la
realidad es que lo veía como a un integrante más, no como a un Dios.
—Pudiste superar el duelo...
—Cada uno
lo vivió diferente. Por ejemplo, Pettinato sufrió la pérdida del grupo, al
igual que yo. A mí lo que más me afectó fue la pérdida de Sumo, esa banda con
la que nos subíamos a hinchar las pelotas al escenario. Todo no pasaba por
Luca. En la revista Pelo, la tapa
decía “nota a Sumo” y aparecía Luca.
Es lógico como si dijera “nota a Los Piojos”, y aparece Andrés Ciro. Es lo que
vende. Pero la banda realmente éramos todos.
—Parece que no quedaste conforme con el
reconocimiento que tuvieron ustedes con Sumo.
—Es que creo
que la gente se da cuenta que Luca no hubiera sido nadie sin nosotros. Un día
lo encaró a Diego y le dijo: “Sin mí, ustedes hubieran sido Yes”. Y él, que es
un perro de pocas pulgas y jodido cuando lo arrinconas, le retrucó: “Y vos
hubieras sido Luca Prodan, nada más”. Las casualidades de la vida nos llevaron
a encontrarnos con Diego y Germán. Si alguna vez pasa, me gustaría que nos juntemos
a tocar de vuelta. Éramos el núcleo creador de la banda. Después estaba el otro
entorno que eran Pettinato y Ricardo.
—¿Por qué esa diferencia tan marcada?
—Porque
Ricardo no se acoplaba a las zapadas con nosotros. Con Diego siempre tuve una
conexión muy buena. Si yo hacía una base disquera, él le metía esos bajos que
sólo él puede hacer, mientras yo le cambiaba algo como para cambiar de género y
salir de las convenciones. Germán lo mismo. Tal vez ahora no tanto porque
cambió su manera de componer. Si nos juntáramos los tres podríamos llegar a ser
una potencia musical interesante. Y más para el vacío que hay en el rock
nacional de ahora. Parece que es el mismo que hubo antes de que apareciera
Sumo; después de la dictadura, no había bandas buenas. A veces pensamos con
Germán de tomar cartas en el asunto, ir a Mina Clavero, al Nono, donde él vive.
En cualquier momento me tomo un micro y me voy a la casa a visitarlo. Pero
falta Diego, que es como una pieza de ajedrez importante: la torre, o el alfil.
Con él éramos como hermanos de la vida, teníamos charlas memorables. Una de las
últimas veces que nos vimos, me dijo con su mano clásica al mentón: “Troglio,
qué quilombo que hicimos, eh”. El tipo te puede definir cualquier situación con
dos o tres palabras.
—¿Sumo se podría volver a juntar?
—Podría ser
que sí, como no. Si lo hacemos, quisiera que sea para mostrar lo que es una
verdadera banda. Creo que sigo con la misma polenta, el mismo cerebro creador
de aquella época. Y los demás también. Si hacemos “Mejor no hablar de ciertas
cosas”, por ejemplo, estaría bueno interpretar nuevas versiones. Que Luca no
esté es una desgracia, pero podrían cantar Ricardo o Pettinato. Como dice
Germán: “Por los pibes que no conocieron a Sumo.”
Troglio
dice que planea seguir en movimiento. Solventa sus gastos mediante la venta de
artesanías y algunas clases de batería. Además, de vez en cuando, da talleres
especiales para grupos de varios alumnos.
Cuando termine de construir la casa de sus papás tiene pensado mudarse
junto a su novia Mariela a Capilla del Monte –a 110 km de Córdoba capital-, un
pueblo muy chico donde no hay agua ni electricidad.
—Es una
mujer especial que me terminó enseñando más que ninguna en toda mi vida —dice
Troglio de su novia, reclinado, en el patio de su casa, sobre un árbol al que
no le falta mucho para caerse—. Tal vez sea porque solucioné problemas míos y
ahora valoro a la gente mediante otras condiciones. Antes lo hacía
superficialmente, pero hay algo más allá de lo físico. No termina todo ahí. Hay
un trasfondo que no tiene fin. Todo eso te lo enseñan los años, la vida,
pegarte contra la pared. Como dice Divididos: “Sobrio a las piñas”. Es un
término que podés aplicar a cualquier aspecto de la vida. “So-brio a las
pi-ñas”. O sea, las cosas se dejan de hacer de un día para el otro. Los cambios
son repentinos. Claro, mientras lo hagas a tiempo. Como hice yo.
*Publicada en Revista Mavirock número 25.
lunes, 15 de abril de 2013
La maquinaria Scorsese
Scorsese con parte del reparto de Goodfellas (1990) |
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